Oratoria de Gabriel Delacoste el 30 de Agosto
Obviamente lo primero que quiero hacer es agradecer a Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos por invitarme a hablar acá hoy. Para mi es un honor y un desafío, y espero que lo que diga pueda ser útil para pensar juntos en asuntos que nos son urgentes.
Quería agradecer no solo por la invitación, sino también por el tremendo trabajo militante que hacen los y las familiares, enfrentando con coraje y dignidad a poderes tenebrosos y al paso del tiempo. Y por levantar las pesadas banderas de la verdad y la justicia, en estos tiempos en los que cunden la mentira y la injusticia. No es fácil decir estas palabras, verdad y justicia, sin que aparezca inmediatamente una objeción o una sospecha relativista o liberal. Y sin embargo, gracias a esta lucha, seguimos teniendo a la verdad y la justicia disponibles en esta parte del mundo.
Como ya dije, no es fácil hablar de esto. Por algo la marcha es en silencio. Tenemos muchas cosas trancadas. Solo imaginar lo que pasó hace un nudo en la garganta. Intentar pensar en lo que nos han contado es doloroso. Y sabemos que puede volver a pasar. Sabemos que pasa, hoy, en muchos lugares. El horror tiene efectos profundos en todos los que formamos parte de la izquierda y el campo popular uruguayos. Y la presencia de los desaparecidos es tan abrumadora, tan sagrada, que cualquier palabra puede quedar frívola o insolente.
Entonces, estoy un poco nervioso (esto vale para ahora que leo y para ayer, cuando escribía). Decidí leer, para no equivocarme. Cuando pensaba en que decir, y le daba vueltas a la cuestión, me venía una y otra vez a la cabeza Walter Benjamin. Me vinieron ganas de volver a leer sus Tesis de la Historia, que tanto están siendo leídas últimamente en América Latina.
No quiero que la de hoy sea una charla sobre Benjamin porque eso sería una pedantería academicista, pero les pido paciencia, porque sí lo quiero invocar para que nos ayude a pensar. Y si alguien puede ayudarnos a pensar hoy, ahora, acá, es él. Porque murió huyendo del fascismo. Porque sospechaba que la incapacidad para combatir a ese enemigo tenía algo que ver con la pereza política que inducía la fe en el progreso. Porque pensó lúcidamente sobre la derrota. Por la forma particular como mezcló la lucha de clases y el materialismo de Marx con la rememoración, la tradición y el misticismo mesiánico del judaísmo. Entonces, si tenemos que hablar de temas cercanos a la derrota, la historia, la rememoración, los límites del progresismo y la lucha de clases, Benjamin exige intervenir.
El momento en el que Benjamin escribió era de derrota total. Judío y comunista, vio el avance arrollador de Hitler, el exterminio de su pueblo y el pacto Ribbentrop-Mólotov. No había salida. ¿En quien podría confiar, en ese momento acorralado, si no podía esperar nada de la socialdemocracia ni de los bolcheviques? ¿Si en ese presente no había una fuerza capaz de derrotar al enemigo? Decidió recurrir al pasado y al futuro.
Por eso sus tesis son sobre la historia. Benjamin rechaza de manera virulenta la idea de progreso, y hay una razón obvia: Es ridículo hablar de progreso en medio del holocausto y el fascismo. Pero hay una razón más profunda: si la historia es progreso, entonces los resultados de las luchas del pasado fueron para bien, formaron parte del avance de la humanidad. Fue bueno que los perdedores perdieran porque eso nos trajo hasta acá. Entonces la historia del progreso es la historia de los ganadores. Y quienes son hoy los herederos de aquellos derrotados, y por eso están subordinados, deberían contentarse con que si no, hubiera sido peor.
Dice más: la idea de progreso abrazada por la socialdemocracia (y hoy tienta llamar a esa combinación “progresismo”), privó a la clase trabajadora del odio que produce sentirse parte de una tradición de humillados, hizo que en lugar de querer reivindicar a los abuelos aplastados, tuvieran esperanzas de que el progreso diera una vida mejor a sus nietos. Peor aún, convenció a los subordinados que el progreso era tecnológico y estaba atado al trabajo, por lo que el solo hecho de trabajar, de por sí, sería lo que emanciparía a generaciones futuras. Esta ingenuidad fue la que, según Benjamin, hizo imposible que la socialdemocracia pudiera combatir al fascismo, y tuviera que limitarse a sorprenderse de que esas cosas siguieran pasando en pleno siglo veinte.
Contra el tiempo homogéneo y vacío del progreso, Benjamin se aferró a un tiempo mesiánico. Hoy “mesianismo” es mala palabra. Se dice, a menudo, que la izquierda tiene que abandonar el mesianismo. Por supuesto, para adoptar una idea progresista del tiempo. ¿Pero quien es el mesías para Benjamin? Nosotros, todos los que estamos vivos. Cada generación tiene un débil poder mesiánico. ¿Y cuando va a llegar el mesías? No sabemos, en cualquier momento, no hay nada que esperar. ¿Y que va a pasar cuando llegue?
Acá las cosas se ponen interesantes. Porque el tiempo mesiánico, al contrario del progresista, no se mueve en un avance lineal, sino que implica una interrupción del avance. Y esa interrupción produce una apertura por la que algo puede pasar. Y este algo es nada menos que la redención de los muertos, de los humillados, de los derrotados de todas las épocas. En el lenguaje mesiánico cristiano, los últimos serán los primeros.
Para Benjamin hay una identidad entre los derrotados del pasado y los subordinados de hoy. Si hoy hay lucha de clases, si seguimos en una sociedad de clases, es porque los que hoy son subordinados fueron derrotados en el pasado por quienes se erigieron en clase dominante. Los subordinados de hoy son los herederos de la tradición de los derrotados. Y una victoria hoy, que termine con la sociedad de clases, redime a todos los que vinieron antes.
Y eso es lo que los muertos exigen. Porque hay un pacto secreto entre las generaciones. Éramos esperados sobre la tierra. En el momento más oscuro de la derrota y de la muerte, quizás esperaron que alguien en el futuro recordara eso y siguiera esa pelea. Es cierto que no podemos levantar a los muertos, ni reparar lo destruido. Hay una discontinuidad con el pasado, que es producto de la propia derrota. Pero el pasado busca pasar a través de esa discontinuidad, y nos pide cosas.
Para empezar, que rememoremos. Y por eso se cruza el judaísmo con el marxismo. Porque hay una mezcla entre el recuerdo de nuestros muertos y caídos, y la tarea del historiador materialista. Los documentos, las ruinas, los huesos son fundamentales. Pero no para reconstruir el pasado “tal cual fue”, sino para que brille como un rayo en un instante de peligro. Porque el pasado no solo nos pide cosas, también nos ofrece, nos da.
Los muertos son hoy parte de la pelea. En un sentido muy material. Roberto Gomensoro desencadenó una crisis en la relación entre el gobierno y el ejército décadas después de que lo mataran. Los juicios por los crímenes de la dictadura nos ayudan hoy a poner a la defensiva a figuras clave de la ultraderecha uruguaya, y en algún caso hasta nos permite meterlos presos, lo que es no solo una cuestión de justicia, sino también con valor táctico. Estar presos, esperamos, puede reducir su capacidad para conspirar. La aparición de los cuerpos, un hecho tan material, es políticamente definitorio: golpea a la historia que quisieron imponer los ganadores.
Las caras y los nombres de desaparecidos, muertos y mártires flamean en banderas, marchan en carteles, dan nombre a agrupaciones, escuelas, salones. Y la lucha por encontrarlos nos sirve de mínimo, de pacto sagrado entre quienes la sentimos como nuestra. Nos mantiene juntos saber que somos su continuación. Y esta continuidad es justamente lo que todo el tiempo las narraciones dominantes intentan fracturar. Que haya entre los 60 y nosotros una barrera infranqueable, que sus errores, su derrota y el castigo que les impusieron nos de una lección. Esto es lo que Rita Segato llama “pedagogía de la crueldad”.
Los muertos pelean, también, porque están en peligro. Esta es una de las ideas más aterradoras de Benjamin: ni los muertos están a salvo si el enemigo triunfa. Porque en cada generación la tradición de los derrotados puede ser arrebatada y deformada por la historia de los ganadores. Es difícil no pensar en la derrota de Artigas, de su reparto de tierras, de su igualitarismo multiracial. Que los más infelices sean los más privilegiados. Fue justamente su derrota lo que permitió que fuera transformado en un milico patriarca, ancestro del fascismo nacional. Quien sabe que le puede pasar a los muertos si el enemigo vence, y no ha parado de vencer.
¿Que nos piden, hoy, los desaparecidos y los muertos y mártires de las derrotas del pasado? ¿Como cumplir con el pacto que nos une? ¿Que de lo que hicieron relampaguea en este instante de peligro? Responder es una pregunta para la memoria colectiva, para la investigación materialista (podemos leer a Julio Castro, Zelmar Michelini, Ibero Gutiérrez, preguntándoles esto), pero sobre todo es una pregunta para la acción política.
Hay una tremenda potencia en los desaparecidos. Por no ser ni muertos ni vivos, quedaron suspendidos, eternamente jóvenes y revolucionarios. Son la posibilidad de poder haber hecho otra cosa, o de haber lidiado de otra manera con lo que sucedió. Se trata de redimir lo que pudo suceder y no sucedió, porque fue derrotado. Entonces no es cuestión solo de recordar, sino de invocar esa potencia y esos anhelos, que no podemos reducir a una consigna, pero algo tenían que ver con el socialismo. Arriba los pobres del mundo. Por algo siempre hubo un filo más radical en la lucha por los desaparecidos, que mira hacia atrás, que en la izquierda que asumió un tiempo progresista, que mira hacia adelante.
A la izquierda, después de la derrota de los 60, se le exige una eterna autocrítica autoflagelante, que firme cada semana una declaración de fe democrática, que pida disculpas por su radicalismo del pasado y prometa que nunca más va a ocurrir. Como si la derrota no hubiera sido castigo suficiente. Si necesitamos de la historia, no es para seguir con este ritual autoflagelante, sino para emancipar a ese pasado del amarre liberal que lo encadena. No estoy diciendo que desde los 60 para acá no hayan habido victorias. Se logró resistir, reorganizar, insistir, bloquear privatizaciones, conquistar derechos. Hicimos lo que pudimos, y no fue poco. Pero creo que todos sabemos que algo de lo que se perdió en aquella gran derrota sigue esperando que cumplamos nuestra parte del pacto.
Entonces tenemos que reconstruir esa historia, pero para eso no alcanza la labor del historiador (o de las antropólogas), es necesario vencer. Porque el mesías no viene solo para redimir a los muertos, viene también a vencer al anticristo.
Hoy estamos frente al resurgimiento del fascismo en todo el mundo. La democracia está asediada, tanto por la violencia política y los estados de excepción, como por la atadura de manos que le impusieron el neoliberalismo y el poder del capital. En Argentina gobierna el FMI y en Brasil los pichones de la dictadura. La catástrofe ambiental se acelera (y mientras la Amazonia se quema, Uruguay sigue buscando petróleo). Y en plena campaña electoral, la derecha saca a relucir a Gavazzo, habla de medidas prontas de seguridad, de militares para seguridad interna, de allanamientos nocturnos. Sabemos exactamente lo que nos están diciendo.
El problema es que para vencer, el progreso progresista no alcanza. No puede entender que estas cosas pasen en pleno siglo veintiuno. Piensa que si podemos lograr suficiente crecimiento económico y progreso tecnológico, zafamos. La resignación, el realismo y la tecnocracia nos pueden costar muy caros.
Claro que estoy muerto de miedo. Y sin embargo, acá estamos, como corresponde. La derrota podía parecer total cuando Benjamin se mató, pero pocos años después era Hitler el derrotado. No sabemos cuanto duran las calamidades. La dictadura duró 13 años, y un día terminó. Mi abuela, judía y en su juventud comunista, zafó del holocausto viniendo al Uruguay. En el pueblo de donde ella viene, hoy no queda ni un judío. Unas décadas después le tocó sobrevivir, aterrorizada, la dictadura, mientras sus amigos se exiliaban o iban presos. Si yo estoy acá, si ustedes están acá, es porque es posible pasar por una catástrofe, sobrevivir, y seguir peleando. La vida sigue, y cualquier momento puede traer un cambio repentino. No sabemos lo que va a pasar en el futuro, por lo que no podemos descartar derrotas terribles. Pero tampoco podemos descartar victorias inimaginables. Y si no nos toca a nosotros, quizás podamos hacer algo que quienes vengan después puedan invocar.
Los últimos serán los primeros. Que los más infelices sean los más privilegiados. Arriba los pobres del mundo.
Gabriel Delacoste
30 de agosto de 2019.