30 de Agosto – Presentación de Magdalena Broquetas

Oratoria de Magdalena Broquetas en el acto organizado por Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos el 30 de agosto de 2023, en conmemoración del Día Internacional del Detenido Desaparecido.

 

“En primer lugar quiero agradecer a Madres y Familiares por la invitación a compartir una fecha que le da una dimensión internacional al fenómeno de la desaparición forzada, desaparición por parte de los Estados, que configura un delito particular: permanente, que no cesa y se reitera cada día. Una fecha que nos convoca para insistir sobre el “Nunca Más”: “Nunca más dictadura”, “Nunca más terrorismo de Estado”. También nos convoca a intentar comprender.

Este año nos encontramos en una conmemoración especial porque estamos a medio siglo del inicio de la dictadura, de la anulación definitiva del Estado de Derecho y la profundización la represión que, además de las desapariciones forzadas, comprendió la cárcel y la tortura, el exilio, los asesinatos y la vigilancia extrema de la sociedad. Estamos a medio siglo del inicio del terrorismo de Estado que produjo las desapariciones (aunque recordemos que es antes del golpe, en julio y agosto de 1971 cuando se producen la primeras desapariciones por obra de los escuadrones de la muerte, la de Abel Ayala y Héctor Castagnetto, que inauguraron esa lista de casi doscientos uruguayos secuestrados en territorio nacional y también –gracias a la coordinación represiva que unía a los gobiernos de la región– en Argentina, Chile, Paraguay, entre otros sitios, vistos por última vez en unidades militares y centros clandestinos de detención). Mi propósito en esta oportunidad es compartir algunas reflexiones que nos permitan conectar con ese pasado y sus complejidades.

Cincuenta años, medio siglo … es mucho, muchísimo (pensemos que para la gran mayoría de los jóvenes y los no tan jóvenes, los 60, la dictadura, son relatos del pasado, escenarios con coordenadas muy distintas, que poco tienen que ver con su cotidianeidad, sus imaginarios y sus horizontes actuales) … Para otros es la historia vivida …

A la vez, como hemos dicho en tantas oportunidades en este año de conmemoración, en términos sociales, más allá de las vivencias y subjetividades personales o de los distintos grupos sociales, la de la dictadura y el autoritarismo no es cualquier memoria; es una memoria muy cercana: nuestro presente está cargado de ese pasado. Hablamos de cinco décadas, cuatro de la recuperación democrática y son tantos los temas abiertos, los asuntos pendientes, los legados no siempre visibilizados.

Si queremos historizar conviene siempre preguntarnos por el presente: ¿desde dónde partimos? Y no soy original si digo que estamos en una coyuntura compleja. Un momento de logros (todavía celebramos el reconocimiento del Estado en su responsabilidad por las desapariciones de Oscar Tassino y Luis Eduardo González y en las ejecuciones de Laura Raggio, Diana Maidanik y Silvia Reyes y no nos hemos quitado del cuerpo la consternación y la emoción profunda de los nuevos hallazgos gracias al trabajo sostenido y tenaz de los arqueólogos)… y un momento de retrocesos. Acaba de aprobarse una Ley de indemnización a víctimas de grupos políticos armados con una cronología inexplicable; se han cuestionado leyes reparatorias de los ex presos, se ha puesto en agenda pública la idea de la “prisión política” para crímenes de lesa humanidad, imprescriptibles, cuyos responsables fueron juzgados conforme a derecho. Y hemos escuchado a varios actores políticos y sociales decir que libran una batalla cultural, que es en definitiva una batalla por el relato, por el sentido del pasado.

Creo que este año perdimos una gran oportunidad de marcar en rojo el calendario el día 27 de junio. Que fuese un feriado, una fecha de reflexión nacional. Perdimos la oportunidad de intentar revisitar el golpe y la dictadura en una clave de “acontecimiento importante” (de efeméride) que, más allá de las interpretaciones sectoriales, debe ser recordado y estudiado en los programas escolares y en clave ciudadana. Hubo eventos, hubo iniciativas de diversa índole, pero nos perdimos la posibilidad de alcanzar algunos consensos básicos sobre los hechos y las responsabilidades, consensos que se desprenden de cuatro décadas de movilización social, investigación judicial e investigación histórica.

Hemos oído hablar de “guerra”, de “enfrentamiento”, de “bandos”; se habla también de fascismo (aquel fascismo y la ola actual). Creo que los conceptos son importantes porque forman ideas y convicciones, así que hay que poner atención a las palabras y hay que poner atención a la cronología. Urge, quizás más que nunca, combatir las explicaciones reduccionistas, interesadas, falsas. Explicaciones que vienen de todas las filas políticas y no resisten el análisis empírico.

Si queremos entender el golpe, tenemos que entender los largos años sesenta, el clima de época (de una época de ruptura, en la que muchos jóvenes se sintieron radicalmente diferentes a sus padres, en hábitos, en gustos, en prácticas culturales y políticas y el endiosamiento de la idea de la “militancia” en sus múltiples formas y vertientes); entender el lugar de la violencia política (la padecida, la defendida … y esto atravesó al Estado, a las derechas, a las izquierdas) … y tenemos que entender la dimensión de la reacción. Una reacción que se dio en un contexto de crisis económica temprana, de desmantelamiento de un modelo industrial, intervencionista, favorecido por una coyuntura mundial que se había desvanecido y de avance liberal que, como suele ocurrir, vino de la mano del ascenso del autoritarismo.

Para entender el proceso que llevó hacia el golpe es fundamental ubicarnos en una época de grandes utopías, de proyectos políticos drásticos y de reajuste del sistema capitalista. Más que hablar de “guerra” (que lo más cercano que hubo fue una declaración de “estado de guerra interna”, votado por la mayoría de los legisladores el 15 de abril de 1972, por la cual se terminó de dar carta libre a la acción de las Fuerzas Armadas en la represión) hay que hablar de la generalización de la tortura desde 1968, hay que hablar del terrorismo de derecha durante toda la década de 1960 y hay que hablar de violencia paraestatal desde mucho antes del golpe. Desde luego que no hay que dejar de hablar de las guerrillas y la opción por las armas (vuelvo sobre la violencia, sus justificaciones, su adopción por parte de militantes de procedencias muy diversas, partidarios, gremiales, hasta de agrupaciones cristianas), ni omitir las numerosísimas acciones de los grupos armados que actuaron entre 1968 y 1972, incluyendo en sus repertorios acciones violentas. ¿Cómo soslayar experiencias que no tenían paragón en la historia uruguaya? ¿Cómo aislar a Uruguay de un fenómeno de alcance latinoamericano y global? …. Pero ¡cuánto se ha hablado, escrito, transmitido sobre esa parte de la historia política y social de los largos sesenta! Vaya si ha habido crítica y autocrítica. Memorias y balances. Y cuánto menos hemos, no digo investigado, pero sí puesto en común sobre otros movimientos y organizaciones de las izquierdas políticas y sociales de enorme protagonismo y sobre las cuales recayó una represión desmedida e injustificable (¡por supuesto que con esto no estoy queriendo decir que la que padecieron los militantes de la izquierda armada fue acorde a derecho y justificada, nada más alejado de la verdad!). Cuánto menos hemos identificado la reacción en planos como la educación: intervenida desde inicios de 1970 por persecución ideológica a los gremios docentes, asediada por las organizaciones de “padres demócratas”, por brigadas de asalto que entraban sistemáticamente a los liceos con armas, palos y cadenas, generando el terror de alumnos, docentes y padres, tantas veces estaban presentes para “defender los locales” y defender a sus hijos e hijas de estas agresiones, siendo en numerosas ocasiones ellos mismos víctimas de atentados (pienso en Manuel Liberoff, en su actuación en la Coordinadora de Padres de Enseñanza Secundaria, en Daniel Buquet, presidente de la Gremial de Profesores y tantos otros). Y pienso en la Universidad de la República, asfixiada presupuestalmente, asaltada en más de una oportunidad, en la mira de las derechas desde la aprobación de la ley orgánica de 1958.

Cuanto menos hemos identificado la reacción contra los sindicatos (una reacción que es muy temprana y por eso resulta clave revisitar con más detenimiento la primera mitad de los años sesenta, cuando se consolida la criminalización de la protesta sindical y se empiezan a usar de manera sistemática y por tiempos prolongados las medidas prontas de seguridad como herramienta de contención de esa protesta).

Cuanto menos hemos conversado sobre la reacción a los cambios culturales, que por supuesto eran también cambios políticos. La obsesión anticomunista: esta idea del comunismo (y bajo esa denominación quedaban englobadas todas las izquierdas) como corruptor de la moral y destructor de la familia. ¡El terror que despertó en la derecha el activismo estudiantil y la nueva cultura juvenil, que ponía en cuestión las jerarquías generacionales, de género y de clase! Temor ante el corrimiento de barreras morales sobre todo por parte de los jóvenes y de las mujeres, y subrayo mujeres porque había allí una doble desobediencia. Eran recurrentes las lecturas esencialistas de los roles de género y las voces que se levantaban para demostrar que la “mujer revolucionaria” representaba una peligrosa desviación de un supuesto orden natural. Pérdida de atributos femeninos, negación del instinto maternal y proclividad hacia la masculinización era tópicos constantemente instrumentalizados desde los grandes medios de comunicación. Desde esta mirada, la “revolución marxista” que indefectiblemente llegaba a Uruguay procuraba también revertir los cánones establecidos de masculinidad. Prueba de ello eran las barbas y las largas cabelleras que, como sostenía la prensa de derecha de la época, traducían “una personalidad que psicológicamente no tenía nada de viril”. De veras que la cuestión de la percepción de que eran las jerarquías mismas del orden social las que se subvetían debe merecer mucha más atención para que comprendamos la hondura del proyecto … y la justificación de la represión.

Cuando hablamos del golpe nos tenemos que preguntar por sus impulsores (no es un acto abstracto), por sus causas y por la dimensión proyectual de lo que venía una vez que se lograra “poner la casa en orden”. El golpe de 1973 fue en etapas (con varios hitos o mojones que van pautando la autonomización de las Fuerzas Armadas y el cercenamiento del Estado de derecho), precedido por un largo período autoritario de aumento de la represión por parte de las fuerzas de seguridad (Policía y Fuerzas Armadas) y empleo sistemático de instrumentos legales que recortaban derechos y libertades, previstos originalmente para situaciones de excepción.

Tuvo promotores activos y otros que lo consintieron de manera más o menos pasiva. Desde febrero del 1973 –seis meses después de que se había reconocido oficialmente el desmantelamiento de las organizaciones guerrilleras– existía un cogobierno civil-militar que prolongó el período autoritario. Hacia junio de 1973 las Fuerzas Armadas habían incorporado en todos sus términos la doctrina de la seguridad nacional y tenían un proyecto que trascendía lo represivo; un proyecto social y económico, que identificaban en clave de “desarrollo”. En la coyuntura de junio de 1973 hicieron pública su molestia porque los partidos no colaboraban (se referían al rechazo a los desafueros de legisladores que exigía la Justicia Militar y a las trabas para avanzar en la “lucha anticorrupción”). Fue en ese contexto que prevaleció en Fuerzas Armadas la solución golpista, acompañada por Juan María Bordaberry, quien no dimitió y devino en presidente de facto.

Hay otros actores políticos y sociales que apoyaron el golpe de Estado o vieron allí una salida coyuntural a la crisis y funcional a sus intereses: sectores político partidarios (en su mayoría procedentes del pachequismo y del herrerismo). Tengamos presente que la idea de instaurar un Consejo de Estado, con permanencia del presidente, no era nueva (se había recurrido a ella en otras varias oportunidades en la historia del Uruguay) y se pensaba que garantizaría la realización de elecciones en 1976, que era algo que preocupaba. Otros vieron en la ruptura institucional una posibilidad de superar –¡por fin!– la crisis económica y echar a andar un proyecto neoliberal sin la oposición sindical. Fue el caso de los líderes de la lista 15 y parte de sus elencos económicos (aunque varias de sus principales figuras presentaron renuncia y no acompañaron la solución golpista), imbuidos en una mirada mucho más tecnocrática pero que no necesariamente renegaba de la política ni los partidos.

También hay que tener en cuenta otros actores a veces menos estridentes o reconocidos en el relato, entre los que figuraban sectores de extrema derecha, que manifestaba su desprecio por la democracia liberal y el sistema de partidos, preocupados en parEcular por sanear la educación y por impulsar otro tipo de sindicalismo (no clasista, despolitizado).

Son actores minoritarios pero que coinciden ideológicamente con Bordaberry (en su catolicismo integrista, en la mirada hacia la sociedad –hiper jerarquizada, conservadora– y en la necesidad de una “regeneración” en términos de valores en clave nacionalista). También tenemos que considerar los intereses del frente empresarial, donde había una preocupación por la política económica y las libertades sindicales. Y por último, pero no menos importante, deben incorporarse los intereses de actores transnacionales muy relevantes en el contexto de la Guerra Fría, entre los que sobresale la diplomacia estadounidenses que en febrero de 1973 celebró la creación del Consejo de Seguridad Nacional (COSENA) que finalmente tomaría “las decisiones impopulares que era necesario tomar” y, en junio, atisbó un tipo de golpismo favorable (similar al de Brasil), imprescindible si se quería evitar un triunfo electoral del Frente Amplio en las elecciones del 76.

La alianza civil-militar que promovió el golpe hablaba de un Nuevo Uruguay: se esforzó por regenerar la sociedad, por modernizar el Estado y por forjar nuevos consensos sociales. Para eso era fundamental desmantelar todo tipo de actividad opositora (¡y la dictadura uruguaya fue modélica en ese sentido, puesto que incluso en su fase transicional no mermó la propensión represiva!). Puesto en estos términos, la represión fue necesaria –fue clave– para llevar adelante el proyecto de reorganización del Estado, el proyecto económico liberal (de “apertura” sin la presión sindical), el proyecto de regeneración social (con otro tipo de juventudes, roles de género estancos, trabajadores despolitizados).

En suma, en esta apretadísima síntesis, ¿hubo guerra?, ¿hubo bandos?, ¿hubo excesos?, ¿hubo actores que no cuidaron la democracia? Creo que a cincuenta años del golpe de Estado hay cosas que merecemos no escuchar más. En varias oportunidades hemos dicho que no existen las versiones, que la historia es una: puede merecer juicios opuestos, memorias encontradas, interpretaciones distintas, pero para eso es necesario partir de un relato que se sostenga y trascender sus manipulaciones y usos políticos. Quiero pensar que vamos en buen camino.”